Albertino Neri Posted September 23, 2021 Share Posted September 23, 2021 Buenas. Me encanta esta escritora de EEUU, a la que conocí gracias a una contratapa de las que hacía Juan Forn en Página12. Recomiendo que lean todo lo que puedan de ella y acerca de ella. Por eso, ahora comparto un cuento y después la nota de Forn sobre ella. EL BARBERO En Dilton los liberales lo tienen crudo. Después de las elecciones primarias del Partido Demócrata, reservadas solo para los blancos, Rayber se cambió de barbero. Tres semanas antes, mientras lo afeitaba, el barbero le preguntó: —¿Por quién vas a votar? —Por Darmon —contestó Rayber. —¿Qué? ¿Aficionao a los negros? Rayber se revolvió en el sillón. No había esperado un planteamiento tan brutal. —No —dijo. De no haberlo pillado desprevenido, le habría contestado: «No soy aficionado ni a los negros ni a los blancos». Eso mismo le había dicho en otra ocasión a Jacobs, el de filosofía, y, para demostrarte lo crudo que lo tienen en Dilton los liberales, Jacobs, un hombre preparado como él, había mascullado: «Vaya postura más tibia la tuya». «¿Por qué?», había preguntado Rayber a bocajarro. Sabía que era capaz de ganarle la discusión a Jacobs. Jacobs le había contestado: «Dejémoslo». Tenía clase. Rayber se dio cuenta de que, con frecuencia, las clases de Jacobs empezaban justo cuando le iba a ganar una discusión. «No soy aficionado ni a los negros ni a los blancos», le habría dicho Rayber al barbero. El barbero dibujó una senda limpia en la capa de espuma y luego apuntó a Rayber con la navaja. —Te lo digo yo —le comentó—, ahora no hay más que dos bandos, los blancos y los negros. En esta campaña lo ve to el mundo. ¿Sabes lo que dijo Hawk? Qu'hace ciento cincuent’años los negros se perseguían pa comerse, que a los pájaros los mataban con piedras preciosas y a los caballos l'arrancaban el pellejo con los dientes. Un día va un negro a una barbería blanca de Atlanta y dice: «Córteme'l pelo». Lo echaron a patadas, pa que veas, es como yo te digo. Y te cuent'otra, el mes pasao, en Mulford, tres hienas negras se cargaron a un blanco y se llevaron la mitá de las cosas que tenía en la casa, ¿y sabes ande están ahora? Sentaos en la cárcel del condao, jalando como el presidente de Estados Unidos... ¿en la cadena de presos ellos?, eso sí que no, porque ojo que podrían ensuciarse o podría venir uno d'esos aficionaos a los negros y morirse de pena viéndolos juntar piedras. Te voy a decir una cosa... Na volverá estar en su sitio hasta que nos saquemos d'encima a esos parapocos y consigamos un hombre que ponga estos negros en su sitio. Te lo digo yo. »¿M'has oído, George? —le gritó al chico moreno que limpiaba el suelo alrededor de los lavabos. —Sí—contestó George. Era hora de que Rayber dijese algo, pero no se le ocurría nada adecuado. Quería decir algo que George entendiera. Se quedó asombrado de que hubiesen metido a George en la conversación. Se acordó de Jacobs cuando le contó que había dado clases durante una semana en una universidad para negros. No podían decir «negro, moreno, gente de color». Jacobs le contó que todas las noches, cuando volvía a casa, se asomaba a la ventana de atrás y gritaba: «NEGRO, NEGRO, Y NEGRO». Rayber se preguntó cuál sería la tendencia de George. Era un chico de aspecto limpio y ordenado. —Si un negro entra en mi barbería con esa prepotencia y me pide un corte de pelo, ya verías tú cómo se lo cortaba. —El barbero hizo un ruido con los dientes—. ¿Qué? ¿Y tú tamién eres un parapoco? —le preguntó. —Voto por Darmon, si a eso te refieres —contestó Rayber. —¿Y de Hawkson no oístes hablar nunca? —Tuve ese placer —respondió Rayber. —¿Escuchastes s'último discurso? —No, tengo entendido que sus declaraciones no cambian de un discurso a otro — comentó Rayber, tajante. —¿Ah, no? —dijo el barbero—. ¡Pues s'último discurso fue pa alquilar balcones! El viejo Hawk les cantó las cuarenta a esos parapocos. —Hay mucha gente —dijo Rayber— que considera que Hawkson es un demagogo. Se preguntó si George sabría qué significaba «demagogo». Debería haber dicho «político mentiroso». —¡Demagogo! —El barbero se dio una sonora palmada en la rodilla y gritó—: ¡Justo lo que dijo Hawk! —aulló—. ¡Vaya patada les dio! «Amigos —les dice—, estos parapocos andan diciendo que soy un demagogo.» Después da un paso atrás y pregunta así, suavito: «Decidme vosotros, ¿soy un demagogo?». Y la gente grita: «¡Nooo, Hawk, no eres ningún demagogo!». Y ahí s'adelanta gritando: «¡Claro que sí, soy el mejor demagogo del estado!». ¡Tenías que ver cómo rugía la gente! ¡Pa alquilar balcones! —Todo un espectáculo —comentó Rayber—, pero eso no quiere decir que... —Parapoco —masculló el barbero—. Te has dejao engañar por ellos, y cómo. Deja que te diga una cosa... Hizo un repaso del discurso que Hawkson había pronunciado el Cuatro de Julio. También había sido para alquilar balcones y había terminado con una poesía. ¿Y quién era Darmon? Quiso saber Hawk. Eso, ¿y quién era Darmon?, había rugido la multitud. Pero ¿cómo? ¿No lo sabían? Era el pastorcito del cuento que toca el cuerno. Sí. Los niños van al prado y los negros al infierno. ¡Ja! Rayber tendría que haber oído ese discurso. Ni un solo parapoco habría aguantado aquel chaparrón. Rayber pensó que si el barbero leyera unos cuantos... Pues no, no tenía por qué leer nada. Lo único que tenía que hacer era pensar. Ese era el problema de la gente de hoy en día, que no pensaba, no usaba el sentido común. ¿Por qué no pensaba Rayber? ¿Dónde estaba su sentido común? «¿Para qué me agobio así?», se dijo Rayber, irritado. —¡No, señor! —exclamó el barbero—. Las grandes palabras no le sirven de na a nadie. Lo qu'hay qu'hacer es pensar. —¡Pensar! —gritó Rayber—. ¿Y lo que haces tú es pensar? —Escúchame —le dijo el barbero—, ¿sabes lo que le dijo Hawk a la gente en Tilford? En Tilford, Hawk les había dicho que a él los negros le caían bien siempre que se quedaran en su sitio, y que, si no se quedaban en su sitio, él sabía dónde mandarlos. ¿Qué tal? Rayber quiso saber qué tenía aquello que ver con pensar. El barbero creía que estaba más claro que el agua lo que aquello tenía que ver con pensar. Y creía unas cuantas cosas más y se las dijo a Rayber. Le dijo que debería haber escuchado los discursos de Hawkson en Mullin's Oak, Bedford y Chickerville. Rayber volvió a reclinarse en el sillón y le recordó al barbero que estaba allí para que lo afeitaran. El barbero puso otra vez manos a la obra. Le dijo a Rayber que debería haber escuchado el de Spartasville. —No quedó un solo parapoco en pie, y a tos los pastorcitos se les rompieron los cuernos. Y Hawk dijo —comentó el barbero— que había llegao la hora de pararles los... —Tengo una cita —dijo Rayber—. Tengo prisa. ¿Qué necesidad tenía de quedarse a escuchar todas esas sandeces? Por más paparruchas que fuesen, aquella sarta de necedades lo acompañó el resto del día, y esa noche volvió a oírlas con machacona insistencia cuando ya se había metido en la cama. Comprobó indignado que repasaba la conversación e iba intercalando lo que habría dicho si hubiera podido prepararse. Se preguntó cuál habría sido la reacción de Jacobs. Jacobs tenía un modo de comportarse que inducía a la gente a pensar que sabía más de lo que Rayber creía que sabía. Era un buen truco en su profesión. Rayber se divertía analizándolo. Jacobs se habría enfrentado al barbero con mucha calma. Rayber volvió a repasar la conversación pensando de qué manera lo habría hecho Jacobs. Y acabó haciendo lo mismo que él. Cuando le tocó ir otra vez a la barbería, ya se le había olvidado la polémica. Al parecer, al barbero también se le había olvidado. Liquidó el tema del tiempo y se quedó callado. Rayber se preguntaba qué habría esa noche para cenar en su casa. A ver... era martes. Los martes, su mujer preparaba conserva de carne. Abría una lata de carne y la horneaba con queso, un trozo de carne y un trozo de queso, quedaba a rayas, ¿por qué todos los martes tenemos que comer siempre lo mismo? Si no te gusta, nadie te... —¿Qué? ¿Sigues siendo un parapoco? Rayber volvió la cabeza de sopetón. —¿Cómo? —Que si sigues a favor de Darmon. —Sí —contestó Rayber, y su mente acudió rauda a la reserva de respuestas. —A ver, vosotros, los maestros, sois... no sé... Lo notaba confundido. Rayber se dio cuenta de que no estaba tan seguro de sí mismo como la vez anterior. Probablemente se sintiera en el deber de hacer hincapié en una nueva cuestión. —Se comenta que, después de lo que Hawk dijo sobre los sueldos de los maestros, a lo mejor lo votáis a él. Bueno, parece que ahora os conviene. ¿Por qué no? ¿No quieres más dinero? —¡Más dinero! —rió Rayber—. ¿Es que no sabes que un gobernador de porquería me haría perder más dinero del que puede llegar a darme? —Se dio cuenta de que finalmente se había puesto a la misma altura del barbero—. Vaya, que son demasiados los tipos de personas que no le gustan —adujo—. Me costaría el doble que Darmon. —¿Y qué si costara el doble? —le soltó el barbero—. Yo no soy un agarrao con el dinero cuando es pa algo bueno. Aquí donde me ves, pagaría por la calidá sin problemas. —¡No me refería a eso! —intentó explicarse Rayber—. ¡No es...! —De tos modos, el aumento que prometió Hawk no es pa los maestros como él — aclaró alguien desde el fondo de la barbería. Un gordo con el aire y la seguridad de un ejecutivo se acercó a Rayber—. Él enseña en la universidad, ¿no? —Sí —contestó el barbero—, es verdá. A él no le tocaría el aumento de Hawk, pero tampoco le tocaría aumento si ganara Darmon. —Baah, algo le tocaría. Toas las escuelas están a favor de Darmon. Pueden llegar a sacar tajada... libros gratis, escritorios nuevos, cosas d'esas. Así son las reglas del juego. —Unas escuelas mejores —farfulló Rayber, indignado—, beneficiarían a todos. —Huy, eso lo vengo oyendo yo desde hace un montón de tiempo —adujo el barbero. —Ya lo ves —explicó el hombre—, no hay manera que las escuelas carguen con nada. Y después, pasa lo que pasa... benefician a tos. El barbero se echó a reír. —Si alguna vez pensaras en... —comenzó a decir Rayber. —A lo mejor a ti te ponen un escritorio nuevo en el aula —se carcajeó el hombre—. ¿Tú cómo lo ves, Joe? —Le dio un codazo al barbero. A Rayber le entraron ganas de darle una patada en la mandíbula a aquel hombre. —¿Tú tienes idea de lo que es razonar? —masculló. —Tú habla to lo que quieras —le dijo el hombre—. Pero de lo que no te das cuenta es qu'esto es un asunto serio. ¿Qué tal te sentaría tener un par de caras negras mirándote desd'el fondo del aula? Rayber tuvo un momento de ceguera cuando notó como si algo invisible lo hubiese derribado a golpes. Entró George y se puso a limpiar los lavabos. —Estoy dispuesto a enseñarle a cualquiera que esté dispuesto a aprender, sea blanco o negro —contestó Rayber. Se preguntó si George había levantado la vista del suelo. —Pos muy bien —convino el barbero—, pero no revueltos, ¿eh? ¿A ti te gustaría ir a una escuela pa blancos, George? —gritó. —Ni loco —contestó George—. S'han acabao los polvos. Los d'aquí son los últimos. — Los esparció por el lavabo. —Ves a por más —le ordenó el barbero. —Ha llegao la hora —prosiguió el ejecutivo—, tal como dijo Hawkson, de pararles los pies a base de bien. A continuación, hizo un repaso del discurso que Hawkson había pronunciado el Cuatro de Julio. A Rayber le entraron ganas de estamparlo contra el lavabo. El día estaba bochornoso y las moscas no daban tregua, lo único que le faltaba era tener que escuchar a un gordo imbécil. Por el cristal ahumado de la ventana, alcanzaba a ver la plaza del juzgado envuelta en un frescor azul verdoso. ¿Por qué no se daría prisa el barbero? Se concentró en la plaza de allá fuera y se imaginó que estaba justo allí donde, tras mirar a los árboles, adivinaba que corría algo de brisa. Varios hombres recorrieron tranquilos el sendero que iba al juzgado. Rayber miró con más atención y creyó reconocer a Jacobs. Pero Jacobs tenía una clase a última hora de la tarde. Pero era Jacobs, seguro. ¿O no? Si era él, ¿con quién estaría hablando? ¿Con Blakeley? ¿Sería Blakeley? Entrecerró los ojos. Tres muchachos de color, vestidos con trajes de barbilindos, se paseaban por la acera. Uno de ellos se agachó de manera que Rayber solo alcanzó a verle la cabeza, y los otros dos se repantigaron contra la ventana de la barbería y le taparon la vista. «¿Por qué diablos no se irán a otra parte?», pensó Rayber con rabia. —Date prisa —le ordenó al barbero—, que tengo una cita. —¿A qué viene tanta prisa? —le preguntó el gordo—. Mejor te quedas a defender al pastorcito. —Por cierto, todavía no nos dijistes por qué vas a votar por él. —El barbero se rió entre dientes mientras le quitaba a Rayber la toalla que llevaba alrededor del cuello. —Es verdá —comentó el gordo—, a ver si lo esplica sin decir que va hacer un buen gobierno. —Tengo una cita —insistió Rayber—. No puedo quedarme. —Lo que pasa es que ya sabes que Darmon es un desastre y no vas a poder decir na bueno d'él —aulló el gordo. —Escúchame bien —dijo Rayber—, la semana que viene voy a volver y te daré todas las razones que quieras para votar por Darmon... mejores de las que me diste tú a mí para votar por Hawkson. —Ya me gustaría a mí verlo —intervino el barbero—. Porque te digo una cosa, no vas a poder. —Eso ya lo veremos —dijo Rayber. —Y no te olvides —le recordó el gordo, insidioso—, na d'hablar de buen gobierno. —No diré nada que no puedas entender —masculló Rayber, y a continuación se sintió como un idiota por mostrarse irritado. El gordo y el barbero sonreían—. Os veré el martes. —Se despidió y salió. Estaba disgustado consigo mismo por haber dicho que les daría razones. Habría que elaborar esas razones... sistemáticamente. Las ideas no le venían a la cabeza en un pispas como a ellos. Ojalá le vinieran así como así. Ojalá el término «parapoco» no fuera tan acertado. Ojalá Darmon mascara tabaco y lanzara salivazos. Habría que elaborar esas razones... Le costaría tiempo y esfuerzo. ¿Qué diablos estaba pensando? ¿Por qué no iba a elaborarlas? Si se lo proponía, era capaz de poner de vuelta y media a todos los de la barbería. Cuando llegó a casa, ya tenía un esquema de la argumentación. Debía completarlo sin palabras superfluas, sin palabras grandilocuentes... No era tarea fácil, ya lo veía. Puso manos a la obra enseguida. Trabajó hasta la hora de la cena y consiguió escribir cuatro oraciones... las cuatro llenas de tachones. En mitad de la cena, se levantó para ir a su escritorio y cambiar una. Después de la cena, tachó la corrección. —¿Se puede saber qué te pasa a ti? —le preguntó su mujer. —A mí nada —contestó Rayber—. ¿Por? Tengo que trabajar, es todo. —No seré yo quien te lo impida—dijo ella. Cuando su esposa hubo salido, le dio una patada a la placa suelta del fondo del escritorio. A las once de la noche había escrito una página. A la mañana siguiente, le resultó más fácil y a mediodía lo había terminado. Le pareció que era bastante categórico. Empezaba así: «Hay dos razones por las que los hombres eligen a otros para que manden». Y terminaba así: «Los hombres que usan las ideas sin medirlas caminan en el viento». Le pareció que la última frase era bastante efectiva. Le pareció que todo el conjunto era bastante efectivo. Por la tarde llevó lo que había escrito al despacho de Jacobs. Blakeley también estaba, pero se fue. Rayber le leyó el trabajo a Jacobs. —Bien —dijo Jacobs—. ¿Y? ¿Qué es lo que te propones? Mientras Rayber le leía su trabajo, Jacobs anotaba cifras en un registro. Rayber se preguntó si no estaría ocupado. —Defenderme de los barberos —le contestó—. ¿Alguna vez intentaste discutirle a un barbero? —Yo nunca discuto —le dijo Jacobs. —Eso es porque no has topado con este tipo de ignorancia —le explicó Rayber—. Nunca la has experimentado. —Por supuesto que sí —bufó Jacobs. —¿Y cómo te fue? —Yo nunca discuto. —Pero sabes que tienes razón —insistió Rayber. —Yo nunca discuto. —Pues yo sí, yo voy a discutir —le dijo Rayber—. Voy a decir lo apropiado con la misma rapidez que ellos dicen lo que no deben. Entiéndeme —aclaró—, no se trata de convertir a nadie, sino de defenderme. —Te entiendo —dijo Jacobs—. Ojalá lo consigas. —¡Ya lo he hecho! Lee mi trabajo. Aquí lo tienes. —Rayber se preguntó si Jacobs era un poco burro o si estaría preocupado. —De acuerdo, déjamelo por aquí. No se te vaya a estropear el cutis de tanto discutir con los barberos. —Se ha de hacer —dijo Rayber. Jacobs se encogió de hombros. Rayber había confiado en poder analizarlo a fondo con él. —Yo me voy, hasta la vista —lo saludó. —Adiós —contestó Jacobs. Rayber se preguntó para qué se habría molestado en leerle su trabajo. El martes por la tarde, antes de ir a la barbería, Rayber estaba nervioso y se le ocurrió que, para ir practicando, ensayaría con su mujer. Lo ignoraba, pero ella estaba a favor de Hawkson. Cada vez que él le hablaba de las elecciones, ella se las arreglaba para decirle: «El hecho de que enseñes no significa que lo sepas todo». ¿Alguna vez había dicho que sabía algo? Tal vez fuera mejor no llamarla. Pero quería oír qué tal sonaría dicho así, como quien no quiere la cosa. No era largo; no la entretendría demasiado. Probablemente a su mujer le iba a molestar que la llamara. Pese a ello, tal vez lo que le dijera podía ejercer algún efecto en ella. Tal vez... La llamó. Su mujer le dijo que sí, pero que tendría que esperar a que acabara lo que estaba haciendo; daba la impresión de que siempre estaba ocupada con algo, o tenía que marcharse o hacer algún recado. Él le dijo que no podía esperar todo el día, faltaban tres cuartos de hora para que la barbería cerrara, le pidió que le hiciera el favor de darse prisa. Su mujer llegó secándose las manos y le dijo que de acuerdo, que ahí estaba, ¿o acaso no estaba ahí? Adelante. Empezó a decirlo con fluidez, como quien no quiere la cosa, mirando por encima de la cabeza de su mujer. El sonido de su voz al pronunciar las palabras no estaba mal. Se preguntó si eran las palabras o su tono lo que las hacía sonar como sonaban. Hizo una pausa en mitad de una frase y de reojo observó a su mujer para ver si su expresión le daba alguna pista. Ella tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia la mesa que estaba junto a su silla, donde había una revista abierta. En cuanto se calló, ella se levantó. —Ha estado bien —dijo, y volvió a la cocina. Rayber salió para la barbería. Caminaba despacio, pensando en lo que iba a decir, de vez en cuando se detenía para mirar distraídamente algún escaparate. En el de Block's Feed Company exponían unos matagallinas automáticos, «Para que hasta el más tímido pueda matar sus propias aves», rezaba el cartel colocado en lo alto de los aparatos. Rayber se preguntó si lo utilizarían muchos tímidos. Cuando ya estaba cerca de la barbería, por la puerta vio de refilón que el tipo con la seguridad de un ejecutivo estaba sentado en el rincón, leyendo el periódico. Rayber entró y colgó el sombrero. —¡Hola! —lo saludó el barbero—. No es el día que ha hecho más calor, ¿verdá? —Ya hace bastante —contestó Rayber. —Pronto s'acaba la temporada de caza —comentó el barbero. Pues muy bien, tuvo ganas de decir Rayber, empecemos de una vez. Pensó que elaboraría sus razones a partir de los comentarios de ellos. El gordo ni se había fijado en él. —Si hubieras visto el nido de codornices que encontró mi perro el otro día —siguió diciendo el barbero mientras Rayber ocupaba el sillón—. Salieron volando la primera vez y cogimos cuatro, luego volvieron a levantar el vuelo y cogimos dos. No'stá mal. —Nunca he cazado codornices —comentó Rayber con voz ronca. —No hay na mejor qu'ir a cazar codornices con un negro, un sabueso y una escopeta —dijo el barbero—. Te has perdío mucho en la vida si no lo has probao. Rayber carraspeó y el barbero siguió trabajando. En el rincón, el gordo pasó una página. «¿Para qué se piensan que he venido?», se preguntó Rayber. No era posible que se hubiesen olvidado. Esperó, y, mientras tanto, escuchaba el zumbido de las moscas y el murmullo de los hombres que conversaban en el fondo. El gordo pasó otra página. Rayber oyó a George barrer el suelo en algún lugar del local, detenerse, volver a barrer y entonces... —Esto... ¿Sigues apoyando a Hawkson? —le preguntó Rayber al barbero. —¡Sí! —rió el barbero—. ¡Claro! Se m'había olvidao. Ibas a esplicarnos por qué vas a votar a Darmon. ¡Eh, Roy! —le gritó al gordo—, vente pa acá. Nos va contar por qué tenemos que votar al pastorcito. Roy gruñó, pasó otra página y murmuró: —Ya voy, déjame terminar este artículo. —¿A quién tienes ahí, Joe? —preguntó a los gritos uno de los hombres del fondo—, ¿a uno de los muchachos q'hacen un buen gobierno? —Sí —dijo el barbero—. Nos va dar un discurso. —Anda que no me he tragao yo discursos —dijo el hombre. —Pero ninguno de Rayber —dijo el barbero—. Rayber es buen tipo. Votar no sabe, pero es buen tipo. Rayber se puso colorado. Dos de los hombres se acercaron. —No es ningún discurso —pretextó Rayber—. Yo solo quiero discutirlo con vosotros... con sensatez. —Anda, Roy, vente pa acá —gritó el barbero. —¿En qué tratas de convertir esto? —masculló Rayber; y luego añadió de sopetón—: Si llamas a todo el mundo, ¿por qué no llamas también a tu chico, a George? ¿Tienes miedo de que se entere? El barbero miró a Rayber un momento sin decir nada. Rayber sintió como si se hubiese tomado demasiadas libertades. —Ya se entera —dijo el barbero—. Desde ande está ya se entera. —He pensado que a lo mejor le podía interesar —dijo Rayber. —Ya se entera —repitió el barbero—. Ya se entera de lo que se entera y es capaz de enterarse del doble. Es capaz de enterarse de lo que dices y tamién de lo que no dices. Roy se acercó doblando el periódico. —Hola, muchacho —saludó poniéndole la mano en la cabeza a Rayber—, a ver ese discurso. Rayber se sintió como si estuviera atrapado en una red y luchara por salir. Lo miraban desde arriba con las caras rojas y sonrientes. Oyó las palabras salir con dificultad... «Pues bien, tal como yo lo entiendo, los hombres eligen...» Sintió que le salían de la boca como vagones de carga, traqueteando, atropellándose, frenando despacio, deslizándose con un chirrido hasta detenerse de repente, bruscamente, como habían empezado. Se había acabado. A Rayber le crispó que acabara tan pronto. Por un segundo, todos se quedaron en silencio, como si esperasen que continuara. Y luego: —¡A ver! ¿De tos los qu'estáis aquí cuántos vais a votar al pastorcito? —gritó el barbero. Algunos de los hombres se volvieron y rieron por lo bajo. Uno se desternilló. —Yo —contestó Roy—. Yo me voy ahora mismo pa allá, mañana quiero ser el primero en votar al pastorcito. —¡Un momento! —gritó Rayber—, yo no trato de... —George —aulló el barbero—, ¿has oído ese discurso? — Sí, jefe —contestó George. —¿Por quién vas a votar, George? —Yo no trato de... —chilló Rayber. —Y... me se ocurre que a lo mejor no me dejan votar —continuó diciendo George—. Si me dejan, yo por el señor Hawkson. —¡Un momento! —chilló Rayber—, ¿os pensáis que trato de haceros cambiar de parecer? ¿Quién os creéis que soy? —Agarró al barbero del hombro y lo obligó a darse la vuelta—. ¿Te crees que yo iba a hacer algo para tratar de remediar vuestra maldita ignorancia? El barbero se quitó la mano de Rayber del hombro. —No te pongas nervioso —le dijo—, a tos nos ha pareció un buen discurso. Lo vengo diciendo desde el principio... tienes que pensar, tienes que... Se echó hacia atrás cuando Rayber lo golpeó y acabó sentado en el reposapiés del sillón de al lado. —Nos ha parecío un buen discurso —concluyó el barbero sin apartar la vista de la cara blanca y medio enjabonada de Rayber, que lo miraba colérico desde arriba—. Es lo que vengo diciendo desd'el principio. Rayber se encendió; se le puso el cuello rojo. Se dio la vuelta, se abrió paso rápidamente entre los hombres que lo rodeaban y fue a la puerta. Fuera, el sol hacía que todo flotara en un charco de calor; y antes de que acabara de doblar la primera esquina, casi corriendo, la espuma comenzó a colársele por el cuello y a caer sobre el peinador que le colgaba a la altura de las rodillas. 4 Link to comment Share on other sites More sharing options...
Albertino Neri Posted September 23, 2021 Author Share Posted September 23, 2021 La bruja blanca. Por Juan Forn Al pie de foto le alcanzaría decir: “Flannery O’Connor en Lourdes” y sería como una novela entera. La bruja blanca de la literatura, que se estaba muriendo de lupus desde los veinticinco años, llega al santuario de Lourdes en muletas. Una parienta rica le pagó el viaje. Flannery tenía treinta y tres años, le quedaban seis de vida. Ya había escrito uno de los mejores libros de cuentos de la historia: Un hombre bueno es difícil de encontrar. Cuando llegó desde su Georgia natal a la famosa residencia de escritores en Iowa a los veinte años, no sabía quiénes eran Kafka y Joyce. Días después, cuando leyó su primer cuento allá, dejó a todos en atónito silencio; en las horas siguientes se fueron acumulando manojos de flores silvestres en la puerta de su cubículo, que manos anónimas habían ido dejándole sin decir palabra. De Iowa fue a Yaddo, otra famosa residencia de escritores, y pasó más o menos lo mismo. En los días previos a que lo internaran en el loquero, el poeta Robert Lowell abandonó Yaddo sin decir a nadie adónde iba y en un legendario raid maníaco por Nueva York enloqueció a todos sus amigos con influencias exigiendo que lo ayudaran a lograr la canonización de Flannery: no la literaria sino la auténtica, la del Vaticano; se había hecho católico por Flannery. Ella se enteró cuando ya estaba de vuelta en Georgia. La habían bajado en camilla del tren: de un día para el otro sus brazos no le respondieron al teclear en la máquina de escribir. Le diagnosticaron lupus. Desde Georgia escribió a sus amigos del Norte: “Creo que me quedaré hasta ver en qué clase de inválida me convierto”. A Lowell prefirió no escribirle nada en la carta que le mandó; adentro de la página en blanco doblada en tres iba una pluma del último de los pavos reales que había criado de chica en su granja, el único que quedaba con vida cuando ella volvió del Norte y se convirtió en la celebridad del pueblo: la escritora loca que caminaba en muletas por sus humildes dominios seguida de su pavo real. Vivía en esa granja con su madre, mantenidas por la parienta rica que después las llevaría a Lourdes. Todas las mañanas al despertarse y todas las noches antes de dormirse leía una hora, de algún breviario, la vida de un santo o un mártir (nunca la Biblia; ése era territorio de Faulkner y ella no quería “que mi pequeña barca encalle contra él”). Después se iba a misa de siete y después se sentaba a escribir sus historias dementes y fabulosas sobre las pobres almas del Sur. Su madre y su tía decían: “Ojalá hubiera encontrado otra forma de expresar su talento”. La gente del pueblo decía: “Es una buena chica. Sólo me da miedo acercarme y que me ponga en uno de sus cuentos”. Ella se limitaba a decir: “Las buenas personas son muy difíciles de encontrar. Hay que arreglarse con las malas personas, que son tan respetables que resultan horribles, tan horribles que resultan cómicas, tan cómicas que resultan patéticas, tan patéticas que sería horroroso tener piedad de ellas, porque atraería a los demonios del desprecio”. En esos cinco años en el Norte se alimentaba, sin alejarse de su máquina de escribir, de sardinas que comía directo de la lata y de agua de la canilla, a la que vertía un chorrito de bourbon porque “el agua del Norte no tiene gusto a nada”. Cuando volvió a Georgia y el lupus empezó a asfixiarle el cuerpo, le escribió a una admiradora: “Descanso veintidós horas al día para poder escribir las otras dos” (la misa, la lectura de breviarios y la alimentación de su pavo real eran parte del descanso). Nunca tuvo novio ni marido y sólo una vez fue besada en toda su vida, por un vendedor de biblias danés, sobreviviente de los nazis. Fue poco antes del viaje a Lourdes. Así describió ese beso en “La buena gente del campo”, uno de sus mejores cuentos: “El le apoyó la mano en el nacimiento de la espalda, la atrajo hacia sí y la besó sin decir una palabra. El beso produjo una circulación de adrenalina en el cuerpo de ella, esa clase de adrenalina que permite arrastrar un baúl lleno fuera de una casa en llamas. Pero antes incluso de que él la soltara, la mente de ella dictaminó con agridulce satisfacción, como si contemplara la escena desde muy lejos, que era una experiencia perfectamente intrascendente si se mantenía el control”. Siempre que leo ese beso me acuerdo al instante de su perfecta contracara, una escena formidable del cuento “La Persona Desplazada”: la señora Shortley reta a su marido porque está fumando mientras ordeña las vacas de la patrona; el señor Shortley hace que la colilla del cigarrillo apunte hacia adentro y cierra su boca, sin dejar de mirarla y sin interrumpir su tarea. “Ese truco había sido en realidad su manera de cortejar a la señora Shortley. Nunca llevó una guitarra para cantarle ni nada bonito para regalarle, sólo se sentaba en los escalones del porche, la miraba intensamente, hacía girar la punta del cigarrillo hacia adentro con la punta de la lengua y el labio inferior, cerraba la boca y la miraba con la expresión más cariñosa que se pueda imaginar. Esto volvía loca a la señora Shortley. Al instante le entraban ganas irrefrenables de bajarle el sombrero hasta los ojos y estrecharlo entre sus brazos, mientras le murmuraba al oído: Oh, señor Shortley, oh, señor Shortley”. La intelligentzia francesa quedó atónita cuando Flannery se negó a parar en París en su viaje a Lourdes. Tampoco quiso sumergirse en las aguas supuestamente milagrosas del manantial: “Vine como peregrina, no como paciente. Soy de esas personas que pueden morir por su religión, pero no tomar un baño por ella”. Le encantó, en cambio, que en Lourdes hubiera tantos enfermos, tullidos y locos como en sus cuentos. Y pidió que la dejaran un rato largo rezando en la capilla, no para curarse, sino para poder terminar el libro que estaba escribiendo (Todo lo que asciende debe converger, al que llamaba su “opus nauseus”). “Vivo en lo que escribo. Si entrecierro los ojos puedo ver todo lo que me ha pasado como una bendición”, dijo poco antes de morir. “Aunque, a decir verdad, prefiero mirar hacia 1931. De ahí en adelante ha sido un prolongado anticlímax”. En 1931, cuando Flannery tenía cinco años, la gente del noticiero de variedades Pathé viajó hasta Georgia para filmar el gallo al que ella había enseñado a caminar para atrás. La filmación existe todavía: el gallo es un gallo cualquiera, hasta que empieza a imitar a la nena. Lo que se ve entonces en los ojos de ese bicho, y especialmente en los de esa nena, es lo mismo que asomó en los ojos de aquel anciano general confederado, cuando lo llevaron como un trofeo al estreno en Georgia de Lo que el viento se llevó. El general tenía 104 años, fue vestido con su uniforme y su sable, en mitad de la película creyó que se le venía encima la parca y “mientras su mano apretaba el filo de acero hasta que se hundía en el hueso, sus ojos hicieron un esfuerzo desesperado por ver más allá, más atrás; por tratar de saber, antes de morir, qué venía después del pasado”. 4 Link to comment Share on other sites More sharing options...
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